martes, 30 de mayo de 2017

TEMA 3. OBJETIVIDAD Y SUBJETIVIDAD EN EL ARTE

«Cuando te ejercitas en esa manera integradora de mirar, cultivas el pensamiento relacional, que es la forma madura de pensar. Ves un cuadro una y otra vez y admiras su imponente belleza. Pero adviertes que la belleza no está en el cuadro, pues sin tu mirada integradora no presentaría el sentido que lo eleva a una alta cota de excelencia. Tampoco la belleza se halla en ti. La belleza no está en ningún sitio; surge entre tú y el cuadro. La belleza es un fenómeno relacional, no relativista. Sin ti no surge la belleza, pero tú no eres el dueño de ella. De modo semejante a como el pintor no creó la belleza del cuadro; generó esta obra “en la belleza”, según dijo admirablemente Platón»[1].


3.1. LA OBJETIVIDAD EN EL ARTE

Para entender verdaderamente el arte hay que ser capaz de posicionarse en un equilibrio bastante complejo entre lo que aporta el sujeto y lo que proporciona la realidad. La cuestión nos resulta más complicada porque la propia historia del arte se ha dividido manifiestamente en dos extremos, en los que parecía olvidarse uno de los polos que constituyen el arte: de un lado, la belleza que refleja de algún modo la realidad; de otro, la subjetividad humana que es la única con capacidad creativa para reflejar la realidad de ese modo. Olvidando lo segundo, el arte clásico buscaba imitar el cosmos fijándolo e idealizándolo en un canon de belleza como harán Mirón, Fidias, Policleto o Praxíteles. Obviando lo primero, el arte moderno quiere abrir una ventana sobre el caos constitutivo del ser mostrándonos la belleza que todavía está allí.

 
3.1.a. Argumentos a favor de la objetividad.
«La Belleza es objetiva antes de ser subjetiva y, a decir verdad, el grado de subjetividad que interviene en la respuesta del alma, el grado de calor, de profundidad, la intimidad de su respuesta, se hallan en función de la inmutable objetividad del llamado que le ha sido dirigido»[2]
Si la belleza no tuviese un cierto grado de objetividad, no sería posible comparar dos creaciones artísticas más allá de un simple juicio subjetivo y arbitrario. Es manifiesto que las obras que están en los grandes museos no sólo están allí porque han agradado a un número alto de individuos. En el contexto propio de su momento creativo son obras maestras. Pero además de esta relación a un periodo cultural determinado, el arte refleja la realidad a su manera.
Visto desde la realidad, la belleza es -como hemos visto en el capítulo primero- es un trascendental del ser. De hecho, hay una íntima correlación entre la belleza y el ser que ha sido puesta de manifiesto sobretodo en el neoplatonismo: «¿Dónde lo bello, si está privado de ser? Y ¿dónde puede encontrarse el ser sino en la presencia de la belleza? Porque, si se quita la belleza, el ser se diluye. La razón por la cual el ser es amable estriba en ser una y la misma cosa con lo bello. Como a su vez, lo bello es amable porque es idéntico al ser»[3].  El arte, sin una referencia a la realidad (más manifiesta en el arte realista que en el abstracto) pierde buena parte de su sentido: «necesita la fuerza de la objetividad por encima de las barreras del subjetivismo y le conviene revestirse de claridad y sobriedad en la expresión»[4].

3.1.b. La singular objetividad del arte: la recepción de un don.
La percepción de la objetividad en la obra de arte exige -como se decía en el capítulo primero- aprender a mirar, cultivar el gusto, entender la perfección que se encuentra en una obra con independencia de que ese modo de arte o esa obra en concreto sea la que más atraiga a nuestra sensibilidad. «¿Hace falta un descodificador para entender una obra de arte? Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de arte, sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente despreocupados, ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la palabra si no dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de la misma. Pero así procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su sintaxis, sus convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignora la lengua en la que está escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender su significado y, por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se haced imposible, impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y aparición de una obra de arte»[5].
Hablamos de algo bello cuando resulta depositario del valor de la belleza. Algo es bello cuando el modo de organización de su materia, su forma, participa de una cierta plenitud. Por eso, se dice que la belleza es el esplendor del orden, porque brota de un cierto orden o disposición presente en la realidad, y del mismo modo también se ha llamado a la belleza esplendor de la verdad, luz de lo verdadero o de lo auténtico, poseyendo las tres cualidades de las que hablaba el arte clásico: la proporción, la integridad y la claridad. Cuando se dice que la belleza es el esplendor de la verdad quiere decirse que no es una ornamentación superpuesta, es señal de una plenitud descubierta y, por tanto, mucho más que una simple excitación sensorial.
Reducir la belleza al agrado subjetivo es claramente insuficiente pues la verdadera belleza se impone. Todos hemos asistido -de un modo u otro- a un suceso, a un paisaje, a un rostro, que ha provocado una conmoción real, que nos ha obligado a salir de nosotros mismos. El conocimiento debe dejarse llevar por la fuerza de la objetividad y buscar la claridad que hace patente las cosas. Comprendida desde el ser, la belleza dice mucho de la cosa, algo que -como la verdad o el bien- trasciende al sujeto. El dato mismo de que lo bello no abunde, de que el sujeto sea “arrebatado” en momentos muy concretos por la percepción de la belleza, viene a mostrarnos que lo bello es un obsequio, no una necesidad. Es una plenitud o desbordamiento del ser, que sólo se manifiesta raramente. Lo bello natural o la producción artística participan del ser, y en cuanto lo hacen en mayor grado, más bellas y perfectas son.  Ciertamente nosotros nos encontramos con cosas bellas, pero no con la belleza. Esta aparece como causa trascendente al mundo, y sólo se puede llegar a ella por un itinerario que escala por la maravilla de las bellezas físicas hasta la belleza subsistente: Dios.  
A su modo (por otra parte, inigualable e inmejorable desde los otros saberes humanos), las formas artísticas expresan la esencia del objeto: una parte de lo significativo, de lo auténtico, de lo válido que hay en el objeto sólo puede expresarse por medio del arte. No lo expresa como un científico, con conceptos y teorías, sino sensorialmente, en contacto con lo que ve, oye y palpa.
Si observamos una conocida obra de arte de la pintura contemporánea como la silla de Vincent Van Gogh (1888), advertiremos como un objeto común y al que apenas si damos importancia (de hecho, es una silla de campesino), se convierte en centro entorno al cual se congrega todo el espacio restante tomándolo como centro. Lo que resultaba inadvertido, cotidiano, casual, pasa ahora a ser el núcleo, pues esa pobre silla lo significa casi todo para el labriego: hogar, paz, tarea bien hecha, descanso, intimidad.


3.2. LA INDISPENSABLE SUBJETIVIDAD DEL ARTE

Lo que ocurre es que, a la vez, que capta el mundo, el artista se capta a sí mismo. El arte, ni siquiera en su forma más abstracta, se realiza al margen de la realidad; pero en su forma más realista, nunca deja de reflejar al artista de algún modo. La belleza no está solo en el mundo. La estética, como reflexión sobre el modo de hacerse del arte, ha pasado de unos primeros momentos profundamente objetivistas a una consideración más equilibrada en la que se da importancia al sujeto que crea el arte.

Ya lo hemos visto en el capítulo primero. El arte no es pura mímesis. Hace relación siempre a la subjetividad humana. Recibe una forma nueva, un orden, que sólo el ser humano puede darle. El ser humano ha recibido ojos para mirar y ver no sólo la realidad cósica del mundo sino para penetrar en ella, desvelando y descubriendo la belleza. Esa doble tarea de contemplar y expresar la belleza es -indudablemente- una conquista humana.

3.2.a. El arte, paradójica expresión objetiva de la subjetividad humana.
El ser humano tiene también el don de objetivar su mundo interior, expresándolo en forma de belleza. Por eso, igual que dice de la realidad, la belleza dice del sujeto. Es una contemplación que sólo es posible en él, al igual que la verdad y el bien. En el conocimiento humano se produce la unificación de lo disperso. Es él quien produce, contempla y teoriza.
Sin la capacidad creadora, no existe el arte, pero esa creatividad no es una acción puramente arbitraria. Parte de una misión que sirve a la existencia. Cuando en la conocida película el tormento y el éxtasis, Michelangelo Buonarroti examina los trozos de mármol que le llegan desde la cantera, no sólo calibra el aspecto externo de la pieza (si tiene el tamaño que precisa). Nos sorprende considerando que la escultura ya está ahí dentro, deseando salir. Él sólo hace una humilde tarea: quita los trozos que sobran[6], pero nadie más que él puede hacerlo (Michelangelo, como tantos otros, mostraba el genio temperamental que suele acompañar al genio artístico), pero él no inventa la escultura, La ayuda a hacerse realidad. Ese es el sentido de aquella narración (tal vez legendaria) que hace todo guía turístico que nos acompañe a la iglesia romana de San Pietro in vincoli y nos muestre la extraña lasca que tiene el Moisés en su rodilla. “Habla”, le dijo el artista. No sólo había creado una réplica: había traído a Moisés entre nosotros. 
  

3.3. UN DIFÍCIL EQUILIBRIO

Guillermo de Alvernia dirá que lo bello es quod natum est placere adspectui nostro, «lo que por su naturaleza está hecho para agradar nuestra mirada interior». Afirmar la doble condición subjetivo-objetivo del arte implica introducirse en el corazón del autor, en su sensibilidad, en su estado de ánimo, en sus condicionantes, para poder llegar, a través de todo ello, el mensaje y la estética subyacente que nos conecta con la realidad. No tendremos lo uno sin lo otro. Con ese divertido lenguaje paradójico que tanto gusta a los grandes pensadores, dirá Bergson: «el realismo está en la obra cuando el idealismo está en el alma, y que sólo a fuerza de idealidad puede llegarse a estar en contacto con la realidad»[7]

En la película de Vincent Minelli, el loco del pelo rojo, Paul Gauguin se va a vivir con Van Gogh y congenian durante un tiempo. Sin embargo, discuten porque representan los dos extremos de la concepción artística. Van Gogh insiste en aprender a reflejar los tonos de la naturaleza que golpean en su mente: el verdor de los jardines, el amarillo de los campos. «La luz que tienen es increíble. Estos amarillos sólo existen aquí». El mensaje es la esencia del arte de Van Gogh: reflejar el mundo desde donde su personalidad lo ve. Pese a su arte impresionista, o más bien, por medio de él, lo importante es la objetividad.
En cambio, para Gauguin sólo es importante el estilo. A él lo ha sacrificado todo: ejecución, efecto: «un estilo que expresará mi modo de ver. La idea, sin reparar en la realidad concreta (…) Pinto lo que hay en mi cabeza. El arte es una abstracción, no un cuadro de láminas». Ha prescindido de la naturaleza, sólo busca la armonía. La pelea empieza inmediatamente. Dirá Vincent: «cuando pinto el sol, quiero hacer sentir como gira esparciendo luz y calor; cuando pinto un campesino, quiero expresar como el sol entra en su interior, igual que la mies». Gauguin acusa a Van Gogh de pintar muy deprisa, y Van Gogh a Gauguin de ver sus cuadros muy deprisa. No durarán mucho tiempo juntos. Son las dos posiciones extremas: las del objetivismo y las del subjetivismo[8]. Con el triunfo del arte abstracto toda la cuestión de la objetividad y de la subjetividad queda invertida: lo propio de su pintura es la ausencia total de toda referencia ulterior a la imagen artística. Desaparece la conexión entre el mundo y la obra de arte. Cambios similares, aunque menos manifiestos, se van a dar en escultura, música, pintura y arquitectura. Con el arte abstracto, se da una situación verdaderamente paradójica: unos autores van a hablar de objetivismo puro, pues lo que se trasmite es puro mensaje, pura abstracción[9]; otros hablarán de subjetivismo puro, pues el sentido que se trasmite no se refiere a la realidad ni se puede comunicar fácilmente. Es una plena posesión del artista que queda en una absoluta soledad: «La obra de arte ya no hace referencia a la mente de su creador como tampoco al mundo externo (…) Las creaciones simbólicas se tornan autónomas, pero también inevitablemente fragmentarias (…) En la actualidad, este sujeto trascendente ha perdido confianza en la eficacia cultural de sus propias proyecciones y ha comenzado a verlas como imágenes vacías, incapaces de infundir nueva vida a una agotada civilización»[10]
En realidad, debemos darnos cuenta de que esta problemática -especialmente viva en el campo de la pintura y de la escultura- sólo aparece como tal a partir del Renacimiento. Con el dominio de la perspectiva, el artista puede realizar representaciones tan reales como las que contempla el ojo. Hasta ese momento, el arte de Duccio o de Giotto, de los que hablaremos más adelante, nos resulta extraordinario, pero no porque refleje con exactitud la realidad sino porque nos permiten representarnos esas realidades a su modo, sin que estén presentes. Ninguno de los dos podría competir con una cámara de fotografía, pero tampoco lo habría pretendido.
Ortega en el Tema de nuestro tiempo, escrito en 1921, se refiere al arte del cuatrocento italiano como un ejemplo de primitivismo. No resulta difícil concluir que estaba pensando en la magnífica anunciación de Fra Angelico, que tantas veces había contemplado en el Museo del Prado. Este arte es primitivo, dice Ortega, porque «el pintor primitivo pinta el mundo desde su punto de vista -bajo el imperio de ideas, valoraciones, sentimientos que le son privados-; pero cree que lo pinta según él es. Por lo mismo, olvida introducir en su obra su propia personalidad; nos ofrece aquella como si se hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de un sujeto determinado, fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo»[11]. No pretendo contradecir a Ortega, cuyo juicio es muy acertado, pero es indudable que la vista de Fra Angelico y sus pinturas no coinciden. Él no sabe pintar con perspectiva, y seguro que es consciente de ello, como vemos en el cuadro, al advertir a la izquierda a Adán y Eva expulsados del paraíso. Me parece que sí era profundamente consciente de lo que él ponía en el cuadro, o quizá -y en eso tiene razón Ortega- de lo que no ponía: la realidad exactamente tal como era.
La conexión entre arte y realidad no es una problemática todavía, porque el artista refleja lo real como puede y como sabe. Y nadie le pide más. Pero en el arte posterior, se ha logrado una calidad pictórica extraordinaria. Los grandes artistas son capaces de dibujar la realidad tal como es. El castillo de Monfort de Jan Van Goyen (siglo XVII) es claramente una pintura, pero no sé cuántas cámaras de fotografía podrían captar de forma tan perfecta esta fortaleza cercana a Utrecht en un día nublado como lo hace este pintor. A partir de ese momento, la cuestión ya no es si el arte refleja la realidad, sino que pretende añadir o aportar al reflejar o representar la realidad. Y eso es la huella del artista. «Se observa que fuera de su encanto documental, la mayoría de las fotografías en color están desprovistas de interés artístico, lo que parece raro puesto que en ellas se encuentran los mismos elementos que en la pintura: decoración, personajes, colores… Pero la diferencia esencial consiste precisamente en que en la fotografía los colores se limitan a revestir los objetos tal como son en la naturaleza, mientras que en pintura los colores crean su propio espacio en el cual toma sentido la forma de los objetos»[12]. Y eso lo hace el artista, y al realizarlo, nos coloca en un espacio distinto del de la realidad: el del arte.

3.3.a. El arte como encuentro entre la subjetividad y la objetividad.
Debemos entender el arte como un encuentro entre el artista, con su peculiar manera de ver, y la realidad. Tanto la esencia de la cosa como la del artista se identifican de modo vivo, abriéndose paso hacia la expresión que es donde se realiza ese encuentro. El gran poeta Rilke indicará que hay que realizar dos momentos: «Hay solo un único medio. Entre en usted. Examine esa base que usted llama escribir; pruebe si extiende sus raíces hasta el más profundo lugar de su corazón (…). Entonces, aproxímese a la Naturaleza. Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y experimenta y ama y pierde»[13]
Para el artista, los objetos no sólo son algo, sino que también dicen algo. Lo propio del artista es la capacidad de revelar esa parte de la esencia de la cosa en su forma bella. Pero no por eso deja de echar mano de lo que está ahí fuera, sólo que no lo hace como un técnico, para ponerlo al servicio de un objetivo, sino para producirlo de nuevo siguiendo una forma nueva y en una superficie nueva. Guardini lo ha expresado de forma muy sucinta pero exacta: la singular vocación del artista consiste en «ser capaz de responder con su ser interior a las cosas del mundo, realizándose a sí mismo precisamente en ello»[14]. Hay tres elementos en esta definición: se responde a las cosas del mundo (objetividad del arte), pero se hace con su propio ser interior realizándose a sí mismo en ese hecho. El artista se hace tal en la confección de la obra de arte. No capta las cosas simplemente tal como están a la vista, sino contemplando su esencia desde el impacto que produce en su propia persona. En ese encuentro del que hablábamos, emerge su propio ser. Ese es el problema cuando es analizado desde los criterios triunfantes del positivismo cientifista. Todos los alardes que debe hacer el científico para demostrar su objetividad (por ejemplo, por la repetibilidad de los experimentos), los debe hacer el artista para mostrar su presencia subjetiva en el trabajo que realiza.
Incluso cuando un artista realiza copias sobre la misma temática, hasta con el mismo modelo, siempre tienen matices que los distinguen entre sí. Esos matices son los que motivan muchas veces la repetición. El conocimiento objetivo de la ciencia pondría como frontispicio el subtítulo que Kant puso en su gran obra: de nobis ipsi silemus; de nosotros mismos callamos. El sujeto empírico no pone nada en su visión científico de la realidad. Es el ideal que se impone como modelo[15]. Sin embargo, si el artista no se pone en la obra, no hace arte. El positivismo ha impuesto la concepción de que sólo hay un modo de captar la realidad, pero el artista es honesto incluso cuando -como es frecuente en el arte contemporáneo- no reproduce la realidad tal como la vemos. El artista expresionista, por ejemplo, manifiesta lo que experimenta, pero es leal al hacerlo. No inventa, sino que representa la realidad pasando por el tamiz de su subjetividad. El artista puede actuar con espontaneidad, con libertad, sin dejar adivinar las reglas que ha seguido, pero éstas se encuentran siempre presentes. Lo propio del genio es ver una regla en la naturaleza que los demás no habían visto. La diferencia es que el artista expresa la realidad, no la representa. Expresión viene etimológicamente de exprimere, presionar.  «El arte se dirige a la existencia concreta como algo connatural al alma penetrada por una emoción dada; se dirige a la existencia singular, a una realidad individual, concreta y compleja, formada en la violencia de su repentina afirmación de sí y en la total unicidad de su paso en el tiempo»[16]
La producción estética es una síntesis entre la sensación que el artista tiene de sí mismo con su modo de ver las cosas, pero ese modo de ver las cosas revela algo de ellas que queda oculta a las otras miradas. Más aún, tal como hemos visto en la propuesta de María Zambrano que describíamos antes, es el artista quien ve la cosa en su singularidad, es decir, tal como es en sí misma. Se trata del resplandor de los secretos del ser irradiando en la inteligencia. Como lo hemos dicho de diversas maneras, la belleza es un modo de presencializar la verdad.  

3.3.b. El arte como captación de la totalidad.
Nuestro conocimiento es fragmentario, de modo que la totalidad nunca se encuentra de forma inmediata ante mis ojos. La obra de arte tiene esa singular capacidad evocadora que permite captar a la vez a la cosa que es captada y a la persona que capta la cosa. En ese sentido, posibilita que se haga presente de algún la totalidad de la existencia (como lo de dentro y lo de fuera). Cada saber me da un aspecto del mundo: la ciencia, la política, la educación. Las artes hacen lo mismo, cada una desde el prisma que le es propio: el mundo musical es captado desde el tiempo y el tono; el mundo pictórico desde la superficie, la línea y los colores; y el mundo arquitectónico, desde el espacio y la masa. El modo artístico de captar el mundo está estructurado de forma diferente a la de la realidad inmediata, porque en él no sólo está la cosa, sino el ser humano que crea la composición artística.
El ser se expresa y se oculta en la percepción. Por eso, el artista ve más, ve lo que para otros queda oculto, y se ve a sí mismo y a los demás ante el objeto. «Lo interior también fuera, es presencia y puede verse; lo exterior ahora está también dentro, se siente y se percibe y puede asumirse en la propia experiencia»[17]. Esta es la razón de que en la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX (Schopenhauer, Nietzsche), el arte se convierta en el único modo de superar la escisión que ha creado la modernidad al abandonar el realismo clásico: la escisión, la superación entre el sujeto y el objeto. El problema es que el pensamiento irracionalista de ambos autores lo hace creando una nueva escisión: voluntad (irracional. Territorio del arte) y mundo (racional. Campo de la ciencia). No. Se trata de abrirse -como hace María Zambrano y han hecho tantos otros autores desde prismas diferentes- a la consideración de que no existe sólo un modo de razón, y que frente al modo propio de la razón científica está la razón narrativa de la historia, la razón reflexiva y fenomenológica de la filosofía y la razón creativa del arte, que -siguiendo el discurso de Guardini- «consiste en callar, en concentrarse, en penetrar, mirando con sensibilidad alerta y alma abierta, acechando, conviviendo. Entonces se abre el mundo de la obra»[18]. No es una reflexión teórica (como la filosofía y la ciencia) ni un hacer técnico (como la ingeniería o la arquitectura) ni una decisión moral (que ante todo enriquece al individuo en su interior) sino una iluminación inmediata que permite un modo distinto de mirar, tal como veíamos al analizar el espinoso problema de la inspiración: «Allí donde los demás hombres sólo hallan diferenciaciones, los poetas descubren enlaces luminosos de una armonía oculta»[19].

3.3.c. El simbolismo como carácter fundamental del arte
Todo el esfuerzo de reflexión que hemos hecho hasta ahora se entendería mal, si no comprendiéramos el modo específico de proceder del arte, que es simbolizar la realidad. En el conocimiento natural hay, al menos, un cuádruple nivel: En primer lugar, las sensaciones que se reciben de fuera desde los sentidos externos. Llamaremos a este nivel: sensibilidad[20]. En segundo lugar, la imagen en la que los sentidos reúnen la información recibida y la añaden a la poseída anteriormente por la experiencia. Llamemos a este nivel imaginación reproductora. En tercer lugar, la facultad que tiene la imaginación para representar libremente esas sensaciones e imágenes. Es lo que llamamos imaginación creadora. Por último, la capacidad de captar lo universal y el sentido oculto de las cosas. Es lo que podemos denominar genéricamente pensamiento. Las dos últimas sólo se dan en el ser humano.
La capacidad de dar significado y sentido a lo que percibimos es un elemento que conecta la imaginación creadora con el pensamiento y ha sido analizado cada vez con más interés por la Filosofía y la Psicología, de tal modo que en vez de definir al ser humano como zoom logistikon, viviente que piensa, tal como planteaba Aristóteles, Ernst Cassirer lo ha definido como animal simbólico. Es el modo como el ser humano puede expresar una realidad abstracta, un sentimiento o una idea, incluso cuando no están presentes. De este modo, el ser humano crea a su alrededor, para vivir en el mundo, un universo simbólico[21]. Descubrir el sentido es para el ser humano tan importante como alimentarse, pues se ha mostrado capaz de soportar mucho dolor si sabe que eso tiene una finalidad u objetivo: «más allá de las necesidades fisiológicas está la sensación de que la vida tiene un significado más alto, pero si se carece de esa sensación el hombre se siente perdido y desgraciado»[22]
Uno de los modos fundamentales de construcción de símbolos dentro de la cultura es el arte. Del mismo modo, que el hombre conoce la realidad exterior por medio de imágenes, la piensa a través de los conceptos e ideas, y la representa por medio de los símbolos. Estos conforman un lenguaje primordial: «frente a la comunicación oral, que es un lenguaje mental, de ideas, está la visual, formada por imágenes, en un lenguaje directo y universal, cuya característica de la rapidez es tan idónea con el mundo actual. El lenguaje visual es estimulado por la sensación, carece por tanto de la lentitud propia del razonamiento que implica el lenguaje hablado»[23].
Junto con los arquetipos, usamos señales, que son manifestaciones naturales que nos muestran otras realidades como el humo con el fuego; el signo, que es un grafismo con un significado convencional dentro de una cultura. Cuando se conoce, el signo obra su significado de forma casi automática; el emblema, que es la figura de un signo, con un poder psicológico muy alto, pues expresa una idea, una realidad físico o moral de alto nivel, como la bandera nacional; y finalmente, la alegoría, que es una imagen descriptiva, cuya significación viene dada por la equivalencia de los elementos que la forman. En este contexto, se sitúa la imagen.  
De esta manera, el símbolo realiza una triple función en el conocimiento humano:
- Muestra lo que puede ser dicho o visto de otra manera, complementando el conocimiento filosófico y científico.
- Muestra lo que no puede ser dicho o visto de otra manera que por medio del arte: la interioridad humana en su conexión con el mundo real que le rodea. En este sentido entra en conexión con lo que llamaremos “imágenes de devoción” o arte religioso, es decir, con todo la parte de la actividad creativa humana que tiene como temática la religión, y singularmente, la religión cristiana.
- Muestra lo que no puede ser dicho o visto de ninguna manera: es la puerta abierta al misterio, es la imagen de lo inimaginable, la representación sensible de lo puramente espiritual. De este modo se abre a lo que llamaremos “imágenes de culto” o arte sacro, que ya no es tanto un esfuerzo humano por representarse lo divino como uno de los modos por los que Dios se revela al ser humano.





[1]. ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS. «La relevancia del arte» en Ars sacra 38/2005, pág. 7. «La belleza no es cosa de gusto, es, objetivamente hablando, es. El ser no gusta. La belleza se ama, y el amor no necesariamente produce siempre gusto. Produce mil reacciones más. El amor a veces atormenta, y la obra de arte, por eso, a veces atormenta en su belleza». PEDRO ANTONIO DE URBINA. Filocalia o Amor a la belleza, pág. 137. 
[2]. CHARLES DU BOS. Conferencia en Saint Mary, Notre Dame, Indiana, 21-03-1938. 
[3]. PLOTINO, Ennéada V, 8, 9.
[4]. ABELARDO LOBATO, Ser y belleza, pág. 23. 
[5]. MICHEL ONFRAY. Antimanual de filosofía, pág. 132. 
[6]. Así ve Pável Florenski al verdadero artista: «No sois vosotros los que habéis creado estas imágenes, no sois vosotros los que habéis revelado jubilosos estas ideas vivas. Estas ideas e imágenes se han revelado por sí mismas a nuestra contemplación, vosotros solo habéis retirado los obstáculos que nos impedían ver su luz». El Iconostasio. Una teoría de la estética, pág. 77. 
[7]. HENRI BERGSON. La risa, pág. 885. 
[8]. No es extraño por eso que Van Gogh admire a Millet, que ha reflejado -como él dice- la dignidad del trabajo, expresa en su pintura la Palabra de Dios, a lo que Gauguin contesta irónicamente que se hubiera hecho predicador. Cuando después hablan de las mujeres, Van Gogh habla de la sensibilidad que le producen: «tienen una gracia y una dignidad clásica». En cambio, Paul Gauguin va al más burdo sensualismo: «¿Dignidad? Me refiero a mujeres, hombre, ¡hembras! Me gustan gordas y viciosas, y sin finuras. Nada de espiritualidad. Antes de decir “te quiero”, me rompería los dientes. No quiero que me quieran». A lo que contesta un desolado Van Gogh: «¿lo dices de veras, Paul?», él, un solitario atormentado, ansioso de dar su arte y su persona. De nuevo, ética y arte se confunden inevitablemente.   
[9]. Tanto que se reduce el arte a un puro objeto desnudo. Se ha cumplido una predicción que hizo Ortega en 1925 en su obra La deshumanización del arte: que hasta el tema ha desaparecido. Las pinturas dejan de tener nombre. 
[10]. LOUIS DUPRÉ. Simbolismo religioso, pág. 34. 
[11]. JOSÉ ORTEGA Y GASSET. El tema de nuestro tiempo, cp X, pág. 88. 
[12]. RENÉ BERGER. El conocimiento de la pintura. El arte de comprenderla, pág. 20. 
[13]. RAINER MARÍA RILKE. Obras pág. 1483. 
[14]. ROMANO GUARDINI. La obra de arte. Tomo IV, pág. 312. 
[15]. Habría mucho que decir sobre esto, pero coge completamente al margen de nuestro objetivo. La filosofía teórica de Kant es conocida como Idealismo trascendental y realiza lo que el propio Kant llama “la revolución copernicana del conocimiento” en la que son los objetos los que deben adaptarse a la mente y no al revés. No hay aquí ningún tipo de realismo, sólo que esa idealización se realiza por medio de categorías objetivas a priori.  
[16]. JUAN PLAZAOLA. Introducción a la estética, pág. 396. 
[17]. ROMANO GUARDINI. La obra de arte. Tomo IV, pág. 322
[18]. ROMANO GUARDINI. La obra de arte, Tomo IV, pág. 323. 
[19]. RAMON DEL VALLE INCLÁN. «El anillo de Giges» V. La lámpara maravillosa, pág. 36
[20]. En su sentido más fáctico y natural. Cuando el médico al estudiar a un paciente que ha tenido una lesión en la columna, intenta saber si tiene sensibilidad en las diversas partes de su cuerpo. No se aplica aquí en el sentido de una especial capacidad para captar ciertos ámbitos de la realidad, que es lo que llamamos sensibilidad artística.
[21]. El psicoanálisis froidiano ha asociado el origen de la capacidad simbólica al inconsciente, bien individual (Freud) o colectivo (Jung). Estas tesis, aunque útiles para explicar algunos aspectos del simbolismo humano, no están probadas científicamente. 
[22]. SANTIAGO SEBASTIÁN. Mensaje simbólico del arte medieval, pág. 23. Seguimos muchas de sus aportaciones sobre el simbolismo como elemento central de la cultura humana, pero sin asumir todas sus conclusiones, porque muchas son aportaciones de estudiosos de la religión -y dentro de ella el cristianismo- que analizan ésta como un fenómeno cultural más. 
[23]. SANTIAGO SEBASTIÁN. Mensaje simbólico del arte medieval, pág. 49. 

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