«Cuando
te ejercitas en esa manera integradora de mirar, cultivas el pensamiento relacional, que es la forma madura de
pensar. Ves un cuadro una y otra vez y admiras su imponente belleza. Pero
adviertes que la belleza no está en
el cuadro, pues sin tu mirada integradora no presentaría el sentido que lo
eleva a una alta cota de excelencia. Tampoco la belleza se halla en ti. La belleza no está
en ningún sitio; surge entre tú y el
cuadro. La belleza es un fenómeno relacional,
no relativista. Sin ti no surge la
belleza, pero tú no eres el dueño de ella. De modo semejante a como el pintor
no creó la belleza del cuadro; generó esta obra “en la belleza”, según dijo
admirablemente Platón»[1].
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3.1. LA OBJETIVIDAD
EN EL ARTE
Para entender verdaderamente el arte hay que ser
capaz de posicionarse en un equilibrio bastante complejo entre lo que aporta el
sujeto y lo que proporciona la realidad. La cuestión nos resulta más complicada
porque la propia historia del arte se ha dividido manifiestamente en dos
extremos, en los que parecía olvidarse uno de los polos que constituyen el
arte: de un lado, la belleza que refleja de algún modo la realidad; de otro, la
subjetividad humana que es la única con capacidad creativa para reflejar la
realidad de ese modo. Olvidando lo segundo, el arte clásico buscaba imitar el
cosmos fijándolo e idealizándolo en un canon de belleza como harán Mirón,
Fidias, Policleto o Praxíteles. Obviando lo primero, el arte moderno quiere
abrir una ventana sobre el caos constitutivo del ser mostrándonos la belleza
que todavía está allí.
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3.1.a. Argumentos a favor de la objetividad.
«La Belleza es objetiva
antes de ser subjetiva y, a decir
verdad, el grado de subjetividad que interviene en la respuesta del alma, el
grado de calor, de profundidad, la intimidad de su respuesta, se hallan en
función de la inmutable objetividad del llamado que le ha sido dirigido»[2]
Si la belleza no tuviese un cierto grado de
objetividad, no sería posible comparar dos creaciones artísticas más allá de un
simple juicio subjetivo y arbitrario. Es manifiesto que las obras que están en
los grandes museos no sólo están allí porque han agradado a un número alto de
individuos. En el contexto propio de su momento creativo son obras maestras.
Pero además de esta relación a un periodo cultural determinado, el arte refleja
la realidad a su manera.
Visto desde la realidad, la belleza es -como hemos
visto en el capítulo primero- es un trascendental del ser. De hecho, hay una
íntima correlación entre la belleza y el ser que ha sido puesta de manifiesto
sobretodo en el neoplatonismo: «¿Dónde lo bello, si está privado de ser? Y
¿dónde puede encontrarse el ser sino en la presencia de la belleza? Porque, si
se quita la belleza, el ser se diluye. La razón por la cual el ser es amable
estriba en ser una y la misma cosa con lo bello. Como a su vez, lo bello es
amable porque es idéntico al ser»[3].
El arte, sin una referencia a la
realidad (más manifiesta en el arte realista que en el abstracto) pierde buena
parte de su sentido: «necesita la fuerza de la objetividad por encima de las
barreras del subjetivismo y le conviene revestirse de claridad y sobriedad en
la expresión»[4].
3.1.b. La singular objetividad del arte: la
recepción de un don.
La percepción de la objetividad en la obra de arte
exige -como se decía en el capítulo primero- aprender a mirar, cultivar el
gusto, entender la perfección que se encuentra en una obra con independencia de
que ese modo de arte o esa obra en concreto sea la que más atraiga a nuestra
sensibilidad. «¿Hace falta un descodificador para entender una obra de arte?
Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de arte,
sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente despreocupados,
ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la palabra si no
dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de la misma. Pero así
procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su sintaxis, sus
convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignora la lengua en la que está
escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender su significado y,
por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se haced imposible,
impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y aparición de una obra
de arte»[5].
Hablamos de algo bello cuando resulta depositario
del valor de la belleza. Algo es
bello cuando el modo de organización de su materia, su forma, participa de una
cierta plenitud. Por eso, se dice que la belleza es el esplendor del orden,
porque brota de un cierto orden o disposición presente en la realidad, y del
mismo modo también se ha llamado a la belleza esplendor de la verdad, luz de lo
verdadero o de lo auténtico, poseyendo las tres cualidades de las que hablaba
el arte clásico: la proporción, la integridad y la claridad. Cuando se dice que
la belleza es el esplendor de la verdad
quiere decirse que no es una ornamentación superpuesta, es señal de una
plenitud descubierta y, por tanto, mucho más que una simple excitación
sensorial.
Reducir la belleza al agrado subjetivo es claramente
insuficiente pues la verdadera belleza se impone. Todos hemos asistido -de un
modo u otro- a un suceso, a un paisaje, a un rostro, que ha provocado una
conmoción real, que nos ha obligado a salir de nosotros mismos. El conocimiento
debe dejarse llevar por la fuerza de la objetividad y buscar la claridad que
hace patente las cosas. Comprendida desde el ser, la belleza dice mucho de la
cosa, algo que -como la verdad o el bien- trasciende al sujeto. El dato mismo
de que lo bello no abunde, de que el sujeto sea “arrebatado” en momentos muy
concretos por la percepción de la belleza, viene a mostrarnos que lo bello es
un obsequio, no una necesidad. Es
una plenitud o desbordamiento del ser, que sólo se manifiesta raramente. Lo
bello natural o la producción artística participan del ser, y en cuanto lo
hacen en mayor grado, más bellas y perfectas son. Ciertamente nosotros nos encontramos con
cosas bellas, pero no con la belleza. Esta aparece como causa trascendente al
mundo, y sólo se puede llegar a ella por un itinerario que escala por la
maravilla de las bellezas físicas hasta la belleza subsistente: Dios.
A su modo (por otra parte, inigualable e inmejorable
desde los otros saberes humanos), las formas artísticas expresan la esencia del
objeto: una parte de lo significativo, de lo auténtico, de lo válido que hay en
el objeto sólo puede expresarse por medio del arte. No lo expresa como un
científico, con conceptos y teorías, sino sensorialmente, en contacto con lo
que ve, oye y palpa.
Si observamos una conocida obra de arte de la
pintura contemporánea como la silla
de Vincent Van Gogh (1888), advertiremos como un objeto común y al que apenas
si damos importancia (de hecho, es una silla de campesino), se convierte en
centro entorno al cual se congrega todo el espacio restante tomándolo como
centro. Lo que resultaba inadvertido, cotidiano, casual, pasa ahora a ser el
núcleo, pues esa pobre silla lo significa casi todo para el labriego: hogar,
paz, tarea bien hecha, descanso, intimidad.
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3.2. LA
INDISPENSABLE SUBJETIVIDAD DEL ARTE
Lo que ocurre es que, a la vez, que capta el mundo,
el artista se capta a sí mismo. El arte, ni siquiera en su forma más abstracta,
se realiza al margen de la realidad; pero en su forma más realista, nunca deja
de reflejar al artista de algún modo. La belleza no está solo en el mundo. La
estética, como reflexión sobre el modo de hacerse del arte, ha pasado de unos
primeros momentos profundamente objetivistas a una consideración más
equilibrada en la que se da importancia al sujeto que crea el arte.
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Ya lo hemos visto en el capítulo primero. El arte no es pura mímesis. Hace relación siempre a la subjetividad humana. Recibe una forma nueva, un orden, que sólo el ser humano puede darle. El ser humano ha recibido ojos para mirar y ver no sólo la realidad cósica del mundo sino para penetrar en ella, desvelando y descubriendo la belleza. Esa doble tarea de contemplar y expresar la belleza es -indudablemente- una conquista humana.
3.2.a. El arte, paradójica expresión objetiva de
la subjetividad humana.
El ser humano tiene también el don de objetivar su
mundo interior, expresándolo en forma de belleza. Por eso, igual que dice de la
realidad, la belleza dice del sujeto.
Es una contemplación que sólo es posible en él, al igual que la verdad y el
bien. En el conocimiento humano se produce la unificación de lo disperso. Es él
quien produce, contempla y teoriza.
Sin la capacidad creadora, no existe el arte, pero
esa creatividad no es una acción puramente arbitraria. Parte de una misión que
sirve a la existencia. Cuando en la conocida película el tormento y el éxtasis, Michelangelo Buonarroti examina los
trozos de mármol que le llegan desde la cantera, no sólo calibra el aspecto
externo de la pieza (si tiene el tamaño que precisa). Nos sorprende
considerando que la escultura ya está ahí dentro, deseando salir. Él sólo hace
una humilde tarea: quita los trozos que sobran[6],
pero nadie más que él puede hacerlo (Michelangelo, como tantos otros, mostraba
el genio temperamental que suele acompañar al genio artístico), pero él no
inventa la escultura, La ayuda a hacerse realidad. Ese es el sentido de aquella
narración (tal vez legendaria) que hace todo guía turístico que nos acompañe a
la iglesia romana de San Pietro in
vincoli y nos muestre la extraña lasca que tiene el Moisés en su rodilla.
“Habla”, le dijo el artista. No sólo había creado una réplica: había traído a
Moisés entre nosotros.
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3.3. UN
DIFÍCIL EQUILIBRIO
Guillermo de Alvernia dirá que lo bello es quod natum est placere adspectui nostro, «lo
que por su naturaleza está hecho para agradar nuestra mirada interior». Afirmar
la doble condición subjetivo-objetivo
del arte implica introducirse en el corazón del autor, en su sensibilidad, en
su estado de ánimo, en sus condicionantes, para poder llegar, a través de todo
ello, el mensaje y la estética subyacente que nos conecta con la realidad. No
tendremos lo uno sin lo otro. Con ese divertido lenguaje paradójico que tanto
gusta a los grandes pensadores, dirá Bergson: «el realismo está en la obra
cuando el idealismo está en el alma, y que sólo a fuerza de idealidad puede
llegarse a estar en contacto con la realidad»[7]
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En la película de Vincent Minelli, el loco del pelo rojo, Paul Gauguin se va a vivir con Van Gogh y congenian durante un tiempo. Sin embargo, discuten porque representan los dos extremos de la concepción artística. Van Gogh insiste en aprender a reflejar los tonos de la naturaleza que golpean en su mente: el verdor de los jardines, el amarillo de los campos. «La luz que tienen es increíble. Estos amarillos sólo existen aquí». El mensaje es la esencia del arte de Van Gogh: reflejar el mundo desde donde su personalidad lo ve. Pese a su arte impresionista, o más bien, por medio de él, lo importante es la objetividad.
En cambio, para Gauguin sólo es importante el
estilo. A él lo ha sacrificado todo: ejecución, efecto: «un estilo que
expresará mi modo de ver. La idea, sin reparar en la realidad concreta
(…) Pinto lo que hay en mi cabeza. El arte es una abstracción, no un cuadro de
láminas». Ha prescindido de la naturaleza, sólo busca la armonía. La pelea
empieza inmediatamente. Dirá Vincent: «cuando pinto el sol, quiero hacer sentir
como gira esparciendo luz y calor; cuando pinto un campesino, quiero expresar
como el sol entra en su interior, igual que la mies». Gauguin acusa a Van Gogh
de pintar muy deprisa, y Van Gogh a Gauguin de ver sus cuadros muy deprisa. No
durarán mucho tiempo juntos. Son las dos posiciones extremas: las del
objetivismo y las del subjetivismo[8].
Con el triunfo del arte abstracto toda la cuestión de la objetividad y de la
subjetividad queda invertida: lo propio de su pintura es la ausencia total de
toda referencia ulterior a la imagen artística. Desaparece la conexión entre el
mundo y la obra de arte. Cambios similares, aunque menos manifiestos, se van a
dar en escultura, música, pintura y arquitectura. Con el arte abstracto, se da
una situación verdaderamente paradójica: unos autores van a hablar de
objetivismo puro, pues lo que se trasmite es puro mensaje, pura abstracción[9];
otros hablarán de subjetivismo puro, pues el sentido que se trasmite no se
refiere a la realidad ni se puede comunicar fácilmente. Es una plena posesión
del artista que queda en una absoluta soledad: «La obra de arte ya no hace
referencia a la mente de su creador como tampoco al mundo externo (…) Las
creaciones simbólicas se tornan autónomas, pero también inevitablemente
fragmentarias (…) En la actualidad, este sujeto trascendente ha perdido
confianza en la eficacia cultural de sus propias proyecciones y ha comenzado a
verlas como imágenes vacías, incapaces de infundir nueva vida a una agotada
civilización»[10]
En realidad, debemos darnos cuenta de que esta
problemática -especialmente viva en el campo de la pintura y de la escultura-
sólo aparece como tal a partir del Renacimiento. Con el dominio de la
perspectiva, el artista puede realizar representaciones tan reales como las que
contempla el ojo. Hasta ese momento, el arte de Duccio o de Giotto, de los que
hablaremos más adelante, nos resulta extraordinario, pero no porque refleje con
exactitud la realidad sino porque nos permiten representarnos esas realidades a su modo, sin que estén presentes.
Ninguno de los dos podría competir con una cámara de fotografía, pero tampoco
lo habría pretendido.

La conexión entre arte y realidad no es una
problemática todavía, porque el artista refleja lo real como puede y como sabe.
Y nadie le pide más. Pero en el arte posterior, se ha logrado una calidad
pictórica extraordinaria. Los grandes artistas son capaces de dibujar la
realidad tal como es. El castillo de
Monfort de Jan Van Goyen (siglo
XVII) es claramente una pintura, pero no sé cuántas cámaras de fotografía
podrían captar de forma tan perfecta esta fortaleza cercana a Utrecht en un día
nublado como lo hace este pintor. A partir de ese momento, la cuestión ya no es
si el arte refleja la realidad, sino que pretende añadir o aportar al reflejar
o representar la realidad. Y eso es la huella
del artista. «Se observa que fuera de su encanto documental, la mayoría de
las fotografías en color están desprovistas de interés artístico, lo que parece
raro puesto que en ellas se encuentran los mismos elementos que en la pintura:
decoración, personajes, colores… Pero la diferencia esencial consiste precisamente
en que en la fotografía los colores se limitan a revestir los objetos tal como son en la naturaleza, mientras que en
pintura los colores crean su propio espacio en el cual toma sentido la forma de
los objetos»[12].
Y eso lo hace el artista, y al realizarlo, nos coloca en un espacio distinto
del de la realidad: el del arte.
3.3.a. El arte como encuentro entre la
subjetividad y la objetividad.
Debemos entender el arte como un encuentro entre el artista, con su
peculiar manera de ver, y la realidad. Tanto la esencia de la cosa como la del
artista se identifican de modo vivo, abriéndose paso hacia la expresión que es
donde se realiza ese encuentro. El gran poeta Rilke indicará que hay que
realizar dos momentos: «Hay solo un único medio. Entre en usted. Examine esa
base que usted llama escribir; pruebe si extiende sus raíces hasta el más
profundo lugar de su corazón (…). Entonces, aproxímese a la Naturaleza.
Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y experimenta y ama y
pierde»[13]
Para el artista, los objetos no sólo son algo, sino
que también dicen algo. Lo propio del artista es la capacidad de revelar
esa parte de la esencia de la cosa en su forma bella. Pero no por eso deja de
echar mano de lo que está ahí fuera, sólo que no lo hace como un técnico, para
ponerlo al servicio de un objetivo, sino para producirlo de nuevo siguiendo una
forma nueva y en una superficie nueva. Guardini lo ha expresado de forma muy
sucinta pero exacta: la singular vocación del artista consiste en «ser capaz de
responder con su ser interior a las cosas del mundo, realizándose a sí mismo
precisamente en ello»[14].
Hay tres elementos en esta definición: se responde a las cosas del mundo
(objetividad del arte), pero se hace con su propio ser interior realizándose a
sí mismo en ese hecho. El artista se hace tal en la confección de la obra de
arte. No capta las cosas simplemente tal como están a la vista, sino
contemplando su esencia desde el impacto que produce en su propia persona. En
ese encuentro del que hablábamos, emerge su propio ser. Ese es el problema
cuando es analizado desde los criterios triunfantes del positivismo
cientifista. Todos los alardes que debe hacer el científico para demostrar su
objetividad (por ejemplo, por la repetibilidad de los experimentos), los debe
hacer el artista para mostrar su presencia subjetiva en el trabajo que realiza.
Incluso cuando un artista realiza copias sobre la
misma temática, hasta con el mismo modelo, siempre tienen matices que los
distinguen entre sí. Esos matices son los que motivan muchas veces la
repetición. El conocimiento objetivo de la ciencia pondría como frontispicio el
subtítulo que Kant puso en su gran obra: de
nobis ipsi silemus; de nosotros
mismos callamos. El sujeto empírico no pone nada en su visión científico de
la realidad. Es el ideal que se impone como modelo[15].
Sin embargo, si el artista no se pone en la obra, no hace arte. El
positivismo ha impuesto la concepción de que sólo hay un modo de captar la
realidad, pero el artista es honesto incluso cuando -como es frecuente en el
arte contemporáneo- no reproduce la realidad tal como la vemos. El artista
expresionista, por ejemplo, manifiesta lo que experimenta, pero es leal al
hacerlo. No inventa, sino que representa la realidad pasando por el tamiz de su
subjetividad. El artista puede actuar con espontaneidad, con libertad, sin
dejar adivinar las reglas que ha seguido, pero éstas se encuentran siempre
presentes. Lo propio del genio es ver una regla en la naturaleza que los demás
no habían visto. La diferencia es que el artista expresa la realidad, no la representa. Expresión viene
etimológicamente de exprimere, presionar.
«El arte se dirige a la existencia
concreta como algo connatural al alma penetrada por una emoción dada; se dirige
a la existencia singular, a una realidad
individual, concreta y compleja, formada en la violencia de su repentina
afirmación de sí y en la total unicidad de su paso en el tiempo»[16]
La producción estética es una síntesis entre la
sensación que el artista tiene de sí mismo con su modo de ver las cosas, pero
ese modo de ver las cosas revela algo de ellas que queda oculta a las otras
miradas. Más aún, tal como hemos visto en la propuesta de María Zambrano que
describíamos antes, es el artista quien ve la cosa en su singularidad, es
decir, tal como es en sí misma. Se trata del resplandor de los secretos del ser
irradiando en la inteligencia. Como lo hemos dicho de diversas maneras, la
belleza es un modo de presencializar
la verdad.
3.3.b. El arte como captación de la totalidad.
Nuestro conocimiento es fragmentario, de modo que la
totalidad nunca se encuentra de forma inmediata ante mis ojos. La obra de arte
tiene esa singular capacidad evocadora que permite captar a la vez a la cosa
que es captada y a la persona que capta la cosa. En ese sentido, posibilita que
se haga presente de algún la totalidad
de la existencia (como lo de dentro y lo de fuera). Cada saber me da un
aspecto del mundo: la ciencia, la política, la educación. Las artes hacen lo
mismo, cada una desde el prisma que le es propio: el mundo musical es captado
desde el tiempo y el tono; el mundo pictórico desde la superficie, la línea y
los colores; y el mundo arquitectónico, desde el espacio y la masa. El modo
artístico de captar el mundo está estructurado de forma diferente a la de la
realidad inmediata, porque en él no sólo está la cosa, sino el ser humano que
crea la composición artística.
El ser se expresa y se oculta en la percepción. Por
eso, el artista ve más, ve lo que para otros queda oculto, y se ve a sí mismo y
a los demás ante el objeto. «Lo interior también fuera, es presencia y puede
verse; lo exterior ahora está también dentro, se siente y se percibe y puede
asumirse en la propia experiencia»[17].
Esta es la razón de que en la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX (Schopenhauer,
Nietzsche), el arte se convierta en el único modo de superar la escisión que ha
creado la modernidad al abandonar el realismo clásico: la escisión, la
superación entre el sujeto y el objeto. El problema es que el pensamiento
irracionalista de ambos autores lo hace creando una nueva escisión: voluntad
(irracional. Territorio del arte) y mundo (racional. Campo de la ciencia). No.
Se trata de abrirse -como hace María Zambrano y han hecho tantos otros autores
desde prismas diferentes- a la consideración de que no existe sólo un modo de
razón, y que frente al modo propio de la razón científica está la razón
narrativa de la historia, la razón reflexiva y fenomenológica de la filosofía y
la razón creativa del arte, que -siguiendo el discurso de Guardini- «consiste
en callar, en concentrarse, en penetrar, mirando con sensibilidad alerta y alma
abierta, acechando, conviviendo. Entonces se abre el mundo de la obra»[18].
No es una reflexión teórica (como la filosofía y la ciencia) ni un hacer
técnico (como la ingeniería o la arquitectura) ni una decisión moral (que ante
todo enriquece al individuo en su interior) sino una iluminación inmediata que
permite un modo distinto de mirar, tal como veíamos al analizar el espinoso
problema de la inspiración: «Allí donde los demás hombres sólo hallan
diferenciaciones, los poetas descubren enlaces luminosos de una armonía oculta»[19].
3.3.c. El simbolismo como carácter fundamental
del arte
Todo el esfuerzo de reflexión que hemos hecho hasta
ahora se entendería mal, si no comprendiéramos el modo específico de proceder
del arte, que es simbolizar la
realidad. En el conocimiento natural hay, al menos, un cuádruple nivel: En
primer lugar, las sensaciones que se reciben de fuera desde los sentidos
externos. Llamaremos a este nivel: sensibilidad[20].
En segundo lugar, la imagen en la que los sentidos reúnen la información
recibida y la añaden a la poseída anteriormente por la experiencia. Llamemos a
este nivel imaginación reproductora. En tercer lugar, la facultad que
tiene la imaginación para representar libremente esas sensaciones e imágenes.
Es lo que llamamos imaginación creadora. Por último, la capacidad de
captar lo universal y el sentido oculto de las cosas. Es lo que podemos
denominar genéricamente pensamiento. Las dos últimas sólo se dan en el
ser humano.
La capacidad de dar significado y sentido a lo que
percibimos es un elemento que conecta la imaginación creadora con el
pensamiento y ha sido analizado cada vez con más interés por la Filosofía y la
Psicología, de tal modo que en vez de definir al ser humano como zoom logistikon, viviente que piensa, tal como planteaba Aristóteles, Ernst Cassirer
lo ha definido como animal simbólico.
Es el modo como el ser humano puede expresar una realidad abstracta, un
sentimiento o una idea, incluso cuando no están presentes. De este modo, el ser
humano crea a su alrededor, para vivir en el mundo, un universo simbólico[21].
Descubrir el sentido es para el ser humano tan importante como alimentarse,
pues se ha mostrado capaz de soportar mucho dolor si sabe que eso tiene una
finalidad u objetivo: «más allá de las necesidades fisiológicas está la
sensación de que la vida tiene un significado más alto, pero si se carece de
esa sensación el hombre se siente perdido y desgraciado»[22]
Uno de los modos fundamentales de construcción de
símbolos dentro de la cultura es el arte.
Del mismo modo, que el hombre conoce la realidad exterior por medio de
imágenes, la piensa a través de los conceptos e ideas, y la representa por
medio de los símbolos. Estos conforman un lenguaje primordial: «frente a la
comunicación oral, que es un lenguaje mental, de ideas, está la visual, formada
por imágenes, en un lenguaje directo y universal, cuya característica de la
rapidez es tan idónea con el mundo actual. El lenguaje visual es estimulado por
la sensación, carece por tanto de la lentitud propia del razonamiento que
implica el lenguaje hablado»[23].
Junto con los arquetipos, usamos señales, que
son manifestaciones naturales que nos muestran otras realidades como el humo
con el fuego; el signo, que es un grafismo con un significado
convencional dentro de una cultura. Cuando se conoce, el signo obra su
significado de forma casi automática; el emblema, que es la figura de un
signo, con un poder psicológico muy alto, pues expresa una idea, una realidad
físico o moral de alto nivel, como la bandera nacional; y finalmente, la
alegoría, que es una imagen descriptiva, cuya significación viene dada por
la equivalencia de los elementos que la forman. En este contexto, se sitúa la imagen.
De esta manera, el símbolo realiza una triple
función en el conocimiento humano:
- Muestra lo que puede ser dicho o visto de otra
manera, complementando el conocimiento filosófico y científico.
- Muestra lo que no puede ser dicho o visto de
otra manera que por medio del arte: la interioridad humana en su conexión
con el mundo real que le rodea. En este sentido entra en conexión con lo que
llamaremos “imágenes de devoción” o arte religioso, es decir, con todo la parte
de la actividad creativa humana que tiene como temática la religión, y
singularmente, la religión cristiana.
- Muestra lo que no puede ser dicho o visto de
ninguna manera: es la puerta abierta al misterio, es la imagen de lo
inimaginable, la representación sensible de lo puramente espiritual. De este
modo se abre a lo que llamaremos “imágenes de culto” o arte sacro, que ya no es
tanto un esfuerzo humano por representarse lo divino como uno de los modos por
los que Dios se revela al ser humano.
[1].
ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS. «La relevancia del arte» en Ars sacra 38/2005,
pág. 7. «La belleza no es cosa de gusto, es, objetivamente hablando, es. El ser
no gusta. La belleza se ama, y el amor no necesariamente produce siempre gusto.
Produce mil reacciones más. El amor a veces atormenta, y la obra de arte, por
eso, a veces atormenta en su belleza». PEDRO ANTONIO DE URBINA. Filocalia o
Amor a la belleza, pág. 137.
[2].
CHARLES DU BOS. Conferencia en Saint Mary, Notre Dame, Indiana,
21-03-1938.
[3].
PLOTINO, Ennéada V, 8, 9.
[4].
ABELARDO LOBATO, Ser y belleza, pág. 23.
[5].
MICHEL ONFRAY. Antimanual de filosofía, pág. 132.
[6].
Así ve Pável Florenski al verdadero artista: «No sois vosotros los que habéis
creado estas imágenes, no sois vosotros los que habéis revelado jubilosos estas
ideas vivas. Estas ideas e imágenes se han revelado por sí mismas a nuestra
contemplación, vosotros solo habéis retirado los obstáculos que nos impedían
ver su luz». El Iconostasio. Una teoría de la estética, pág. 77.
[7].
HENRI BERGSON. La risa, pág. 885.
[8].
No es extraño por eso que Van Gogh admire a Millet, que ha reflejado -como él
dice- la dignidad del trabajo, expresa en su pintura la Palabra de Dios, a lo
que Gauguin contesta irónicamente que se hubiera hecho predicador. Cuando
después hablan de las mujeres, Van Gogh habla de la sensibilidad que le producen:
«tienen una gracia y una dignidad clásica». En cambio, Paul Gauguin va al más
burdo sensualismo: «¿Dignidad? Me refiero a mujeres, hombre, ¡hembras! Me
gustan gordas y viciosas, y sin finuras. Nada de espiritualidad. Antes de decir
“te quiero”, me rompería los dientes. No quiero que me quieran». A lo que
contesta un desolado Van Gogh: «¿lo dices de veras, Paul?», él, un solitario
atormentado, ansioso de dar su arte y su persona. De nuevo, ética y arte se
confunden inevitablemente.
[9].
Tanto que se reduce el arte a un puro objeto desnudo. Se ha cumplido una
predicción que hizo Ortega en 1925 en su obra La deshumanización del arte:
que hasta el tema ha desaparecido. Las pinturas dejan de tener nombre.
[10]. LOUIS DUPRÉ. Simbolismo
religioso, pág. 34.
[11].
JOSÉ ORTEGA Y GASSET. El tema de nuestro tiempo, cp X, pág. 88.
[12].
RENÉ BERGER. El conocimiento de la pintura. El arte de comprenderla,
pág. 20.
[13].
RAINER MARÍA RILKE. Obras pág. 1483.
[14].
ROMANO GUARDINI. La obra de arte. Tomo IV, pág. 312.
[15].
Habría mucho que decir sobre esto, pero coge completamente al margen de nuestro
objetivo. La filosofía teórica de Kant es conocida como Idealismo trascendental
y realiza lo que el propio Kant llama “la revolución copernicana del
conocimiento” en la que son los objetos los que deben adaptarse a la mente y no
al revés. No hay aquí ningún tipo de realismo, sólo que esa idealización se
realiza por medio de categorías objetivas a priori.
[16].
JUAN PLAZAOLA. Introducción a la estética, pág. 396.
[17].
ROMANO GUARDINI. La obra de arte. Tomo IV, pág. 322
[18].
ROMANO GUARDINI. La obra de arte, Tomo IV, pág. 323.
[19].
RAMON DEL VALLE INCLÁN. «El anillo de Giges» V. La lámpara maravillosa,
pág. 36
[20].
En su sentido más fáctico y natural. Cuando el médico al estudiar a un paciente
que ha tenido una lesión en la columna, intenta saber si tiene sensibilidad en las diversas partes de
su cuerpo. No se aplica aquí en el sentido de una especial capacidad para
captar ciertos ámbitos de la realidad, que es lo que llamamos sensibilidad artística.
[21].
El psicoanálisis froidiano ha asociado el origen de la capacidad simbólica al
inconsciente, bien individual (Freud) o colectivo (Jung). Estas tesis, aunque
útiles para explicar algunos aspectos del simbolismo humano, no están probadas
científicamente.
[22].
SANTIAGO SEBASTIÁN. Mensaje simbólico del arte medieval, pág. 23.
Seguimos muchas de sus aportaciones sobre el simbolismo como elemento central
de la cultura humana, pero sin asumir todas sus conclusiones, porque muchas son
aportaciones de estudiosos de la religión -y dentro de ella el cristianismo-
que analizan ésta como un fenómeno cultural más.
[23]. SANTIAGO SEBASTIÁN. Mensaje
simbólico del arte medieval, pág. 49.




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