En la película The Monuments Men dirigida por
George Clooney en 2014, se nos cuenta la historia de un conjunto de
historiadores y artistas que forman un pelotón militar, con permiso del presidente
Roosevelt, para rescatar las obras de arte que el nazismo ha robado y que
amenaza con descubrir. El personaje que hace Clooney, el teniente Frank Stokes,
defenderá ante sus compañeros la prioridad de esta misión, de aparente menor
calibre, que las militares: «Esta misión no está destinada a conseguir la
gloria. Sin fueran sinceros, lo dirían. Nos dirían que con tanta gente que
muere, ¿a quién le importa el arte? Se equivocan porque eso es ni más ni menos,
por lo que luchamos: por nuestra cultura y por nuestro estilo de vida. Pueden
exterminar a toda una generación, derivar sus casas, y aun así el pueblo sería
capaz de rehacerse. Sin embargo, si destruyen sus obras, su historia, es
como si no hubiera existido. Sería ceniza en el aire».
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5.1. SENTIDO
SOCIAL Y CULTURAL DEL ARTE
Máximo Gorki dirá que «el escritor es el vocero emocional
de su país y de su clase, es su oído, sus ojos y su corazón; es la voz de su
época»[1]
José María Ballester que fue hasta 2003 Director de Cultura y de Patrimonio
Cultural y Natural del Consejo de Europa, reafirma claramente el profundo
sentido cultural de la actividad artística:
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«Quienes hemos profundizado en el sentido y en la percepción que de los bienes culturales han tenido los países de Europa central y oriental en su larga marcha hacia la libertad y hacia los Derechos Humanos, sabemos que sus ciudadanos consideraron siempre esos bienes como la expresión material y espiritual de una identidad que se les negaba e, incluso de una independencia que se resistían a perder»[2]. Así lo indicaba con ese gracejo que le era propio Federico García Lorca: «un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama “matar el tiempo”»[3].
La profunda relación entre cultura y arte es
manifiesta a todos nosotros si nos hemos dado cuenta -en el capítulo dos- de
que el arte es un instrumento insustituible para la trasmisión de las vivencias
de la sociedad. «Esa es la diferencia entre el escritor meramente excéntrico o
insensato y el poeta auténtico. El primero quizá tenga sentimientos singulares,
pero no pueden ser compartidos y por eso son inútiles; el otro descubre nuevas
variaciones de la sensibilidad de las cuales los demás pueden apropiarse. Y al
expresarlas, está desarrollando y enriqueciendo la lengua que emplea»[4].
El arte tiene el don inestimable de hacer pervivir su propia cultura cuando
ésta -por los motivos que sea- haya desaparecido. En ese sentido, la hace
inmortal. «La meta de todo artista es detener el movimiento, que es la vida,
por medios artificiales, y fijarlo de un modo que, cuando un extraño contemple
su obra un siglo más tarde, ésta se ponga en movimiento, puesto que es la vida»[5]
5.1.a. La importancia del sentido en la cultura.
Nuestro problema es que consideramos frecuentemente
que el arte es -con certeza- un producto cultural de primer orden, pero que no tiene
la urgencia de otros productos culturales. Esto no es realmente así. En el
hombre primitivo encontramos tres señales inequívocas de su humanidad:
herramientas diversificadas, enterramientos y elaboraciones artísticas de
diverso signo. Técnica, religión y arte están -por ese orden- presentes desde
el albor de la humanidad. No sucede como con la Filosofía que, en el decir de
Aristóteles, «comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas
necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida»[6].
Siempre nos movemos en un precario equilibrio: el
arte -como tal- no va dirigido a nadie, salvo que haya sido un encargo
específico (y aun así, el genio propio del artista va más allá de la intención
del benefactor, como puede verse en esa guerra de guerrillas que es el Tormento y el éxtasis). De este modo,
su aspecto social es posterior al concepto esencial, pero se incorpora de
inmediato, completándolo. Primero porque el artista es hijo de su tiempo, lo
quiera o no; segundo porque el arte es un lenguaje, y todo lenguaje busca
completarse en la comunicación (ya hemos hablado en un capítulo anterior del
reconocimiento). Heidegger lo ha
dicho magníficamente: «El ser del hombre se funda en el lenguaje, pero éste
sólo en el diálogo»[8].
Él mismo dice que el dassein (que es
como llama al ser humano, el existente que es consciente de su existencia) es Mitsein, un estar-con. Ya hemos visto
que el artista es el primer testigo de la obra y que el espectador le otorga la
consagración.
Hoy el artista -entendido con cierto divismo- quiere
ejercer su función creadora con absoluta independencia de la sociedad, algo muy
diferente a otras épocas. Desde un punto de vista histórico, puede decirse que
la obra de arte se ha individualizando desde un punto de partida en el que el
artista -como individuo- era la voz de la sociedad, hasta la actitud -a veces
excesivamente altanera- que se observa hoy día.
Ciertamente, el artista no es un simple producto del
medio físico o social. Así lo quisieron ver las diversas teorías sociológicas
deterministas del siglo XIX, entre otras cosas porque el medio físico o social
puede ayudar a comprender al hombre medio, pero no a los hombres excepcionales
que surgen en los diversos campos de la cultura. Es la diferencia que Bergson describió
entre la religión o moral estática y la dinámica. La primera la crea la
sociedad y sobrevive por la repetición; la segunda, es fruto de innovadores. Lo
que tampoco se puede olvidar es que la persona está siempre socializada. Lo
hemos dicho antes, pero el arte no es un simple efecto o superestructura en clave marxista de la época: es demasiado
personal, rompedora y creativa como para eso. Nuevamente, necesitamos de una
actitud sintética y equilibrada entre los dos polos: el puro individualismo y
el colectivismo anónimo.
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5.2. SENTIDO
MORAL Y ARTE
En la historia se han dado cuatro grandes posiciones
con respecto a la relación entre ética y actividad artística:
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1. La actitud platónica, que considera lo bello y lo bueno como dos manifestaciones del ser[9].
2.
Los inmoralistas, con Renan o Nietzsche han considerado que la moral (o
al menos la moral cristiana) es enemiga del arte. Para que una crezca, debe
sucumbir la otra.
3.
Los catárticos, como Schelling y antes Kant, que consideran que la
educación estética traerá consigo una formación moral. Al cultivar el
temperamento, se lo educa y civiliza.
4. Los separatistas, como Óscar Wilde, que
hacen de arte y moral dos esferas diferentes. Es famosa su frase: «el hecho de
que un hombre sea un envenenador no prueba nada contra su prosa»[10].
Intentemos poner algo de luz, pues todas estas
posiciones tienen su razón de ser. Cuando se habla de la conexión entre ética y
arte no estamos hablando sólo de una intención ética añadida o superpuesta a la
expresión de la belleza. Eso ha existido a lo largo de la historia desde
facciones muy diferentes. El arte sirvió como fundamento del poder en las
antiguas civilizaciones, mostró un rostro religioso durante el medievo y buena
parte de la modernidad, para convertirse después en adalid de las causas revolucionarias.
En el capítulo próximo veremos como el arte es un excelente auxiliar de la
pedagogía cristiana. Se haya usado la obra de arte en un sentido u otro, no
puede decirse que esa intención sea inherente a la obra misma (salvo en el caso
singular de las imágenes de culto a las que nos referiremos en el capítulo
quince).
5.2.a. El sentido ético intrínseco del arte[11].
Por decirlo programáticamente, forma parte de la
obra de arte el tener sentido, pero no el tener finalidad. Al menos, así ha
sido asumido desde que Kant lo formuló[12].
No se propone -en principio- otra cosa que significar. No quiere nada más que
mostrar lo que es. Ahora se trata de otro aspecto: de la función inherente de
humanización que trae consigo la verdadera experiencia estética.
Ya en la antigüedad clásica, la tragedia permitía experimentar una katharsis, una purificación en la que el interior queda sacudido y
purificado, lo que permite empezar una nueva vida. La obra de arte auténtica
pone en movimiento la interioridad del que la contempla, la purifica, la ordena
y la aclara.
La conocida película La misión (1986) de
Roland Joffé) nos muestra un momento en el que el padre jesuita Gabriel se
adentra en la espesura de la selva sólo, con un oboe entre las manos. Al llegar
a un claro se detiene expectante pues, aunque no los ve, sabe que los indios
tal vez le rodeen. Se sienta y, no falto de temor, inicia una melodía. Los
guerreros indios van surgiendo uno detrás de otro, pero sin ánimo de atacar al
sacerdote. En su profunda sabiduría natural saben que alguien que les comunica
la belleza, sólo puede traerles bienes.
No se trata principalmente de una confirmación de un
viejo refrán castellano: “la música amansa a las fieras”, sino de la tesis de
la kalokagathia,
de la unión profunda entre estética y ética. El gusto sensible como simple
expresión del temperamento es algo subjetivo que nos aleja de los demás. En
cambio, el gusto estético permite reconocer la belleza más allá del gusto
propio, de las modas dominantes, del tiempo y de la cultura en que se vive.
Educar por medio del arte es suscitar aprecio por cualquier manifestación
estética. Con ello, se logra despertar el respeto hacia los que son “distintos”
y abrir vías de comunicación con ellos. No
se podría hacer un mejor retrato de la tolerancia. Por ahí crece,
indudablemente, el camino de la paz. Por eso, la educación estética y emocional
tiene que ir paralela a la formación espiritual y ética. Kant aspiraba a que el
arte realizara esa función: la de conseguir una personalidad ética y estéticamente
equilibradas. Una formación correcta implicaría en este sentido una coherencia
entre el pensar, el sentir y el hacer: «en la condición humana, esta atracción
[por la belleza] es más universal que la atracción por la verdad y el bien; por
lo cual es una de las realidades capaces de unir a los hombres. La atracción
por la belleza queda como una dimensión unitiva en el drama humano de las
divisiones y conflictos»[13].
De este modo, la Cultura y el Patrimonio Cultural se
convierten en un espacio de diálogo y de encuentro, tanto entre creyentes (en
el caso del arte religioso) como no creyentes. Esa práctica de diálogo, de
búsqueda de elementos en común, de puntos de vista compartidos, dota al arte de
un factor enormemente potenciador de la paz social.
Por otra parte, el artista es siempre un ser humano,
y tanto la moral como el arte lo construyen interiormente. Por eso, hay una
conexión inmanente mucho mayor que con otras actividades. Por muy importante
que sea, el artista es siempre antes un ser humano y eso le lleva a tener un
comportamiento moral[14].
Por otra parte, Bergson, al que ya hemos citado dice en su obra conclusiva, las dos fuentes de la ética y de la religión,
que moral y religión son actividades tan creativas y personalizantes (en la
religión dinámica, no en la estática) como el arte. Pronto tendremos
oportunidad de verlo.
Aunque haya obras profundamente inocentes desde el
punto de vista ético (quizá sería mejor decir “no catalogables moralmente”),
otras tienen una clara intención moral que forma parte del núcleo mismo de la
obra: «¿Hay algo más intrínseco a Espectros,
de Ibsen, que su intención de denunciar los formalismos puritanos y exaltar la joie de vivre? ¿A Las moscas, de Sartre que su propósito de convencernos de que el
hombre se encuentra absoluta y aterradoramente libre? ¿Acaso es extrínseca a Esperando a Godot la visión
desesperanzada que Beckett tiene de la vida, y a La persona buena de Sezuán el convencimiento de Brecht de que al
individuo le es imposible ser bueno cuando las estructuras sociales están
corrompidas? ¿No es intrínseco al Mesías
de Händel, el mensaje de que hemos sido redimidos, y a la Novena, de Beethoven, el sentimiento de que todos somos hermanos?»[15].
Se suele decir que esta moralidad es intrínseca pero también que es mediata.
5.2.b. El sentido ético extrínseco del arte.
Que el arte no tenga una finalidad intrínseca, no
quiere decir que el artista pueda desvincularse de las dificultades y de los
problemas de los hombres de su tiempo. Ninguna profesión puede hacerlo y el
arte, por su trascendencia y vocación humanística, menos que nadie. «Creo que
el hombre no sólo perdurará, sino que prevalecerá. Es inmortal, no porque sea
de todas las criaturas la única que posea una voz inextinguible, sino porque tiene
un alma, un espíritu, capaz de compasión y de sacrificio y de sufrimiento. El
deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Su privilegio
consiste en la ayuda que puede prestar al hombre para que perdure, alzando su
corazón y recordándole qué son el valor, el honor, la esperanza, la dignidad,
la compasión, la piedad. La voz del poeta no tiene por qué ser un simple
testimonio del hombre, sino que puede constituir también uno de los puntales
que le ayuden a sostenerse y a prevalecer»[16]
El arte puede ayudar a ser la imagen de lo que se
presenta como un deber, poniéndoselo delante como algo hermoso. En la novela de
P.C. Wren, Beau Geste, inmortalizada por la interpretación de Gary Cooper
en la película homónima, los Geste son tres hermanos huérfanos, acogidos por
una noble dama. Beau, el mayor descubre que la señora ha debido vender el “lago
azul”, la joya suprema de la familia para poder subsistir, entregándole una
copia sin valor. Años después, el marido de la dama vuelve a la casa para
disponer de la joya, y sabiendo que la anciana dama quedaría al descubierto,
roba la falsa joya y debe irse a la Legión Extranjera, adonde le siguen sus dos
hermanos. Queda como un bandido para salvar el honor de quien les había
acogido, y fallece. Cuando todo se descubre al final, la dama repite su nombre Beau Geste, un hermoso gesto. Ese es el sentido de que la cultura occidental
estime como bella una acción noble en la que se ha puesto en ejercicio la
generosidad.
Como hemos dicho, toda la segunda parte de este
manual trata de la finalidad ético-religiosa de la conexión entre arte y
cristianismo. Ahora veremos la posible trascendencia ético-política de la obra
de arte. «El papel del escritor, por eso mismo, no se aparta de los deberes
difíciles. Por definición, hoy no puede ponerse al servicio de los que hacen la
Historia: el escritor está al servicio de los que la padecen. De otro modo
quedaría solo y privado de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus
millones de hombres, no lo arrancarán de la soledad aún, y sobre todo, si él
consiente en marchar al mismo paso que ellos. Pero el silencio de un prisionero
desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta
para hacer salir al escritor de su exilio, por lo menos cada vez que logra, en
medio de los privilegios de la libertad, no olvidarse de ese silencio y hacerlo
resonar por los medios del arte»[17].
5.2.c. El retrato: ¿produce un semblante o una
máscara?
La profunda conexión entre ética y estética, y la
gravedad de la separación entre estos dos elementos (no hay nada más propio de
nuestro tiempo que la sustitución de la ética por la estética, es decir, por un
aparecer debajo del que no hay nada), ha sido descrita de forma excelente -en
nuestra opinión- por Pável Florenski. Un elemento muy común del arte figurativo
es la representación del rostro, a
fin de cuentas, lo más humano que poseemos. El rostro, como tal, no es más que
la expresión física, la materia bruta. A partir de él, se realiza el retrato, que es ese mismo rostro
artísticamente elaborado. Pero el retrato puede concluir en dos elementos
totalmente contrarios: el semblante o la máscara. El semblante es la manifestación del interior a través del rostro, que
-como se ha dicho popularmente- es “el espejo del alma”. Muestra la verdad interior,
el interior que reside en cada persona, que es nuestro bien más secreto y que
se manifiesta a través del rostro. Esa
pintura del verdadero semblante de Cristo es un don divino al arte que la
tradición cristiana oriental ha situado como veremos en el capítulo en los
iconos. Cuando muestra el semblante, el arte ayuda indiscutiblemente al
desarrollo de la paz y de la armonía.
Pero con el rostro, el arte también puede fabricar
una máscara, que es algo vacío, sin
sustancia, que conduce por el camino del engaño, de la impostura. Pavenski lo
define como «una fuerza oscura, impersonal, vampírica, que busca sangre fresca
y un rostro vivo para mantenerse y cobrar vida, al que esta máscara astral
podría adherirse, absorbiéndolo y suplantando ese rostro por su propio ser»[18].
La máscara no sólo no es nada, sino que engaña si se muestra como semblante.
Ese es el terrible riesgo ético que corre el arte cuando se pone al servicio de
la publicidad, o cuando -a partir de ésta- pone como modelo de vida esa identidad fluida de la que tanto se
habla actualmente, en la que la vida sería un pasar por identidades dependiendo
de las circunstancias y los intereses. Por el contrario, como se veía en el
capítulo segundo, el arte es capaz de mostrarnos nuestra interioridad porque al
artista se le da una luz singular para mostrar la suya. ¿Qué será del arte si
se convierte en una visión superficial de lo superficial, en una representación
de lo aparente? La responsabilidad ética que esto tiene -en un mundo en el que
la cultura visual es el centro- es de enorme calado y no debería ser tomado
como una cuestión más.
Del mismo modo, es profundamente inmoral el esteticismo, tan criticado por
Kierkegaard, en el que se altera el orden intrínseco de las cosas y de la misma
belleza por la búsqueda de placer. El esteticista olvida el aspecto humanizante
y educador del arte, su actitud para ennoblecer y dignificar al hombre y a la
sociedad. Aísla el proceso creador del hombre que lo realiza y al que va
destinado. Nada contradice más este sentido ético, que es connatural al arte,
que el esteticismo llevado a su extremo más perverso y terrible. Cuando la
vivencia del arte resulta compatible con la maldad. Pocas escenas lo expresan
con más claridad que aquel momento de la
Lista de Schindler en el que los soldados alemanes organizan una orgía de
matanzas mientras uno de ellos interpreta un concierto de piano. La cadencia de
disparos sólo es interrumpida por la alegre discusión entre dos soldados sobre
si lo que suena es de Bach o de Mozart. La profundidad unitiva de la belleza
musical ha desaparecido para convertirse simplemente en ruido.
Lo mismo parece sucederle a la poesía en nuestro
tiempo: «Los hombres ya no invocan la caridad de la poesía. Y, sin embargo,
nunca como hoy necesitarían ser transfigurados, rescatados, elevados por ella.
Para las catástrofes de orden material no se pueden esperar resacas ni
desquites más que en el orden del espíritu. La voz de los poetas fue siempre la
voz del pueblo. Si los poetas callan, quiere decir que los pueblos están ya en
el coma de la agonía, que no les queda fuerza ni para gemir»[19].
El arte se vuelve inmoral cuando se hace con ese propósito, tal como parece
ocurrir con los inmoralistas, o cuando su objeto o su mensaje son profundamente
nocivos, o cuando intenta provocar a la sociedad y sus “buenos hábitos”. Sin
embargo, la descripción trágica de la lucha entre el bien y el mal, que aparece
como constante temática en muchas artes, lejos de ser un elemento inmoral se
convierte en un medio de reflexión y de mejora, en el que aparecen las
vivencias más profundas del ser humano.
[1].
MÁXIMO GORKI. El sentir popular, pág 34.
[2].
JOSÉ MARÍA BALLESTER, «Los bienes culturales: una pastoral humanista» en Ars
sacra 34/2005, pág. 85.
[3].
FEDERICO GARCÍA LORCA. Conferencia dirigida a los artistas de teatro,
2-02-1935. San Karol Wojtyla, que practicó el teatro desde su juventud, opinaba
de modo parecido: «su destino, hoy como ayer, ha sido y es, el de servir como
espejo o modelo a la naturaleza y a la vida, reproducir la verdad del bien y
del mal en el mundo, dar forma al espíritu del tiempo y al espíritu del
progreso, y constituir su belleza». SAN KAROL WOJTYLA. Sobre el teatro de la
palabra en O.C. pág. 970.
[4].
THOMAS STEARNS ELIOT. Sobre la poesía y los poetas, pág. 14.
[5].
WILLIAM FAULKNER. Discurso pronunciado en la entrega del Premio Nobel.
01-11-1961.
[6].
ARISTÓTELES. Metafísica. Libro I, 2, 983 a.
[7].
SAN JUAN PABLO II, Carta a los artistas, 4.
[8].
MARTIN HEIDEGGER. Hörderlin y la esencia de la poesía, pág. 36.
[9].
Esto, que no es falso, desde el punto de vista trascendental -como analizamos
en el capítulo primero- sí lo es, cuando hablamos de belleza artística y bien
moral. Ambos pueden ser muy distintos. El propio Platón tiene una versión
unitiva en el Banquete, donde arte y
filosofía están unidos, y claramente separativa en la República o Las Leyes, donde
se expulsa a los poetas de la ciudad ideal.
[10].
ÓSCAR WILDE. Pluma, lápiz y veneno, en Obras completas, pág. 1039. Sin
embargo, como explicaremos más adelante, Wilde escribió en su Epistola in carcere, cuando fue acusado
y condenado por sodomía: «Mientras estuviste conmigo fuiste la ruina completa
de mi arte». Obras completas, pág. 1167.
[11].
En su obra El pequeño organon para el teatro, BERTOLT BRECHT negará
taxativamente cualquier sentido moral al arte: «Desde siempre, es quehacer del
teatro, como de todas las demás artes, el entretener a la gente (…). De ningún
modo cabría elevarlo a un plano más alto, por ejemplo, convirtiéndolo en un
mercado de moral (…). Ni ha de imponérserle la misión de enseñar» (pág. 83). Es
el único ejemplo que hemos encontrado de un planteamiento tan radical,
especialmente sorprendente en alguien que hizo de su producción teatral un
constante manifiesto de sus ideas marxistas.
[12]. «Lo bello es una
finalidad sin fin». INMANUEL KANT. Crítica del juicio, I, 9, 17.
[13].
SEGUNDO GALILEA. Fascinados por su fulgor. Para una espiritualidad de la
belleza, pág. 23.
[14].
Se entiende aquí moral como opuesto a amoral, que es un comportamiento animal,
no humano.
[15].
JUAN PLAZAOLA. Introducción a la estética, págs. 583-584.
[16].
WILLIAM FAULKNER. Discurso pronunciado al recibir el Premio Nobel,
01-11-1961.
[17].
ALBERT CAMUS. «Discurso de recepción del premio Nobel» (10-12-1957), en Al
revés y al derecho, pág. 83. Sin dudar de las buenas intenciones de Albert
Camus, no es falso que -especialmente en nuestro tiempo- los artistas han
puesto todo su acento en reclamar determinados silencios, mientras otros (por
ejemplo, el de los cristianos vejados y sometidos en los regímenes comunistas)
apenas les ocupase una página. En 1957, el Cardenal Mindszenty acababa de ser
liberado, Stepinac era radiado con rayos X en la cárcel hasta morir tres años
después, y Josyf Slipyj, arzobispo de Kiev, celebraba ese mismo año el 40
aniversario de ordenación sacerdotal en un gulag de Siberia. Son simples
ejemplos del sufrimiento de los pastores, equiparable al de las ovejas, de los
que casi ningún artista, pleno de conciencia ética, dijo nada.
[18].
PÁVEL FLORENSKI. El Iconostasio. Una teoría de la estética, pág. 55
[19].
GIOVANNI PAPINI. Cartas del Papa Celestino VI a los hombres, pág.
130.












